EL VOTO PRO-VIDA.

enero 15, 2010

¿Postinor como caramelo? Crítica a la propuesta del precandidato liberal Rafael Pardo.

diciembre 9, 2009

¿Postinor como caramelo?

Crítica a la propuesta del precandidato liberal Rafael Pardo.

El pasado 7 de diciembre de 2009 el precandidato presidencial Rafael Pardo anunció su propuesta de distribuir gratuitamente la «píldora del día siguiente» entre las menores de 15 años como un mecanismo para la prevención del embarazo adolescente.  Sin duda alguna, las intenciones del precandidato presidencial son buenas y, pocas personas pueden controvertir el hecho de que el incremento exponencial del embarazo de adolescentes se está convirtiendo en un auténtico fenómeno social. A pesar de lo anterior, la propuesta de Pardo es problemática por múltiples razones, que se expondrán a continuación.

La primera, y más seria de las críticas es que la llamada «píldora del día siguiente» es realmente un abortivo. En efecto, aunque en el  eufemístico  lenguaje de «políticamente correcto» , la píldora se presente como una forma de «anticoncepción de emergencia», la realidad es que el efecto más común del levonorgestrel es impedir que el embrión humano recién concebido se implante en el útero. (Crf. José López Guzmán, Ángela Aparisi Miralles. La píldora del día siguiente. Aspectos farmacológicos, éticos y morales. Madrid, Sekotia,2002).

La naturaleza abortiva de «la píldora» no deja de tener importantes implicaciones jurídicas. En primer lugar, no se debe olvidar que, a pesar de la despenalización parcial de la sentencia T355 de 2006, el aborto sigue siendo un delito en Colombia, por lo que la distribución y el consumo de abortivos químicos debe considerarse proscrita por la ley penal en todos los casos distintos a los supuestos de violación, malformaciones fetales incompatibles con la vida extrauterina y peligro de la vida de la mujer. No parece del todo razonable suponer apriorísticamente que todos los embarazos adolescentes son subsumibles dentro de estos supuestos.

Por otra parte, la naturaleza abortiva de la píldora del día siguiente forma parte esencial del consentimiento informado que toda persona debe tener antes de someterse a cualquier tratamiento médico o farmacológico. La presentación de la píldora como una forma de anticoncepción tardía, omitiendo la mención de lo que realmente hace es  un acto engañoso motivado por intereses comerciales. En efecto, es bien sabido que el aborto es un tema que genera serias reservas morales  y son muchas las mujeres que no usarían la píldora si conocieran sus efectos abortivos.  ¿Será que la propuesta del precandidato Pardo prevé que a las adolescentes se les informe adecuadamente sobre el carácter abortivo de las píldoras, o simplemente se les repartirá como un complemento más del kit de «recreación sexual», como si se tratase de un condón?

Aparte de lo anterior, el consentimiento informado de las consumidoras exige que éstas sean advertidas sobre las múltiples contraindicaciones y efectos secundarios de la «píldora mágica». Para empezar, las adolescentes deberían ser advertidas sobre el hecho de que el consumo de levonorgestrel (Postinor) no es recomendable para niñas ni existen pruebas suficientes sobre el efecto de las mismas en menores de 16 años. Además, de lo anterior, la llamada píldora del día después no puede ser consumida por todas las mujeres. La misma ficha técnica de Postinor-2, de Grünenthal, lo advierte: «“Proceder con especial cuidado en personas con antecedentes de asma, insuficiencia cardíaca, hipertensión, jaqueca, epilepsia, trastornos de la función renal, diabetes mellitus, hiperlipidemia, depresión, así como en casos de tromboflebitis, enfermedades tromboembólicas y de hemorragia cerebral.» ¿Son las adolescentes asustadas por un reciente embarazo las personas adecuadas para discernir si están o no en condiciones de usar una píldora que se les presenta como salvadora? Aparte de lo anterior, las adolescentes deben saber que el uso de la pastilla no elimina del todo la posibilidad del embarazo y, de hecho, parece que su consumo está relacionado con el incremento del riesgo de un embarazo ectópico. (http://www.san.gva.es/docs/medicamentos/f10a.pdf)

Cabe resaltar, asimismo, la irresponsabilidad absoluta que comporta el que un Estado reparta y promocione el consumo de esta pastilla en adolescentes, a pesar de que los mismos laboratorios que lo producen advierten que no es recomendable en menores de 16 años. (http://www.prospectos.net/postinor_750_microgramos_comprimidos). Promocionar el consumo de un producto que, como mínimo, no es suficientemente seguro no parece ser la una política seria de protección a los derechos de la infancia y la adolescencia.

Aparte de los derechos de las niñas y adolescentes, a quienes se les ofrece como solución mágica un producto cuya seguridad no ha sido probada en menores, la medida propuesta también afecta  sustancialmente el derecho de los padres a intervenir en la educación sexual de sus hijos y el derecho a ejercer una natural tutela frente a las medidas «terapéuticas» que involucren a sus hijos. Al parecer, en la propuesta de Pardo, los padres no tienen nada que opinar ni que objetar ante la decisión del Estado de regalar píldoras abortivas a las menores de edad. Las menores podrán obtener la píldora sin que sus padres se enteren siquiera.

Aparte de los reparos jurídicos anteriormente expuestos, la medida propuesta por Pardo es merecedora de serios cuestionamientos desde el punto de vista ético.

El primero y más grave de todos los reparos éticos a esta propuesta es el hecho de que la misma es expresión de una actitud moral que podría denominarse «ética mafiosa», cuya máxima principal es la eliminación de todo aquel que resulte incómodo. Esta peculiar actitud moral, que se enseña tácitamente cuando se regalan píldoras abortivas, está naturalmente emparentada con la evicción de la responsabilidad, y con la certeza de que las consecuencias de los actos se pueden siempre «eliminar».

Otro reparo que se puede hacer a esta medida es que contribuye a la trivialización de la sexualidad humana, que es la verdadera causa del embarazo adolescente. Repartir píldoras abortivas en los colegios se presenta como una alternativa más fácil y popular que la «menos popular» decisión de replantear la política educativa nacional en materia de educación sexual, cuyo fracaso es evidente. Que se llegue a plantear la «necesidad» de repartir píldoras abortivas en las aulas no es más que la consecuencia del fracaso contundente de los modelos de educación sexual que cifraban todas sus esperanzas en el recurso a técnicas anticonceptivas. Tal vez un modelo más centrado en la responsabilidad personal y en la dignidad que atañe al acto sexual sería más efectivo.

Es de lamentar que una candidatura interesante desde tantos puntos de vista se vea ensombrecida por una propuesta poco pensada y reveladora de una mentalidad tan facilista.

Camila Herrera Pardo.

ABORTO, CORTE CONSTITUCIONAL Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN.

noviembre 6, 2009

En sentencia T-388 de 2009, la octava sala de revisión de tutela de la Corte Constitucional, actuando en clara extralimitación de sus funciones constitucionales, declaró la improcedencia de la objeción de conciencia en materia de aborto por parte de  los jueces y a las instituciones religiosas. De igual manera, el Tribunal ordenó al Ministerio de Educación Nacional y a las instituciones públicas y privadas desarrollar un agresivo plan educativo sobre los «derechos sexuales y reproductivos» y, más concretamente, sobre la sentencia C-355 de 2006, que despenalizó el aborto en tres supuestos.

Con esta sentencia la Corte -o mejor, la Sala de Revisión- supera por mucho el límite de la permisión del aborto, elevándolo ahora a la categoría de un «credo oficial», obligatorio para todos.  En efecto, el Tribunal deja filtrar la peligrosísima idea de que la libertad de conciencia es una especie de peligro para los derechos de las mujeres y por ello se empecina en una lucha contra este derecho, tan central y esencial para la tradición liberal.

Lo más alarmante de todo es que los principales medios de Comunicación nacionales parecen secundar la cruzada de la Corte en contra de la libertad de conciencia. Con excepción de la excelente columna de Salud Hernández-Mora, la totalidad de las numerosas columnas que se han publicado sobre este tema repiten, como leitmotiv, la idea de que quienes nos negamos a suscribir la nueva ortodoxia abortista somos elementos peligrosos para la sociedad «democrática» y debemos ser perseguidos por la nueva inquisición ideológica.

En múltiples ocasiones he escrito a los medios de comunicación para controvertir este nuevo catecismo abortista que nos quieren imponer y casi en todos los casos el resultado ha sido el mismo: nunca las publican. Por esta razón publico, a continuación las cartas que he dirigido a estos medios, con el fin de dejar constancia de mi protesta y burlarme de la sutil censura.

CARTA A SEMANA (6. nov. 2009) 

(Nota: acabo de enviar esta carta a la dirección de la revista. No sé si se atrevan a publicarla)

 Señor director.
 
Tras el último fallo de la Corte Constitucional en materia de aborto y objeción de conciencia, la edición virtual de esta revista ha publicado aluvión de artículos en los que, en resumidas palabras, se nos acusa a quienes nos oponemos al aborto de retrógrados, fundamentalistas, intolerantes y enemigos de los derechos de la mujer. En fin, nos acusan de ser enemigos de la democracia y de la igualdad y se insinúa la idea de que quienes nos oponemos a los «dogmas» laicos debemos ser condenados a una especie de pena de muerte política o a un ghetto ideológico. Por esta razón quisiera discutir algunas de las ideas que se han expuesto en las últimas ediciones.
 
  1. En el artículo «aborto y ciudadanía» las columnistas Helena Alviar e Isabel Cristina Jaramillo, afirman que quienes nos oponemos al aborto tenemos una visión patriarcal del mundo y degradamos a la mujer a la condición de «vientre» andante. Las autoras son enfáticas en vincular a la maternidad con la opresión de la mujer, siguoendo con ello la ya -ya muy superada- línea de pensamiento iniciada por S. de Beauvoir-. Tal insistencia me parece sospechosamente «femibóbica», para usar la expresión de una amiga. Me parece que un feminismo que ataca casi fóbicamente a la maternidad es un dudoso feminismo. Más pareciera que se trata de una cruzada que aboga por la conversión de la mujer en una singular especie de castrato. 
  2. Sorprende, por lo demás, que en el debate sobre el aborto la totalidad de los columista omitan por completo la consideración de los derechos del nasciturus en el caso del aborto. Los que nos oponemos al aborto no lo hacemos porque neguemos los derechos sexuales y reproductivos de la mujer sino porque no creemos que estos se extiendan hasta el extremo de anular los derechos de otro sujeto. Este es, justamente, uno de los principios fundantes del liberalismo: que la libertad se extiende solamente hasta donde comienza el derecho de otros.
  3. Con excepción de un sólo artículo, los columnistas de la edición virtual tratan de hacer ver el derecho a la libertad de conciencia como un peligro público y una amenaza a los derechos de la mujer. Su propuesta parece ser la de la obligatoriedad de que todos profesemos SU mismo credo. Por lo menos, todos los que nos oponemos al aborto (creyentes o no) deberíamos ser parias del ámbito público y deberíamos tener prohibido el acceso a la judicatura y al ejercicio de la medicina. Me limito a decir que esta opinión es poco tolerante y que pugna con el carácter preferido de las libertades ideológicas, quintaesencia de la filosofía liberal.
Espero que esta opinión sea publicada a pesar de su extensión, ya que advierto con preocupación que esta revista silencia las voces de quienes nos negamos a suscribir esta nueva ortodoxia abortista.
Camila Herrera Pardo.
CARTA (NO PUBLICADA)  A «EL TIEMPO» (26. oct. 2009)
 
Señor Director:
 
Quisiera felicitar a la Salud Hernández-Mora por su última columna, «Jugar a dioses». Creo que la columna resume muy bien una verdad que muy pocas veces se admite: la promoción del aborto lleva en sí el germen de la intolerancia. Por una parte, y como bien lo señala Doña Salud, la aceptación del aborto supone introducir una distinción entre humanos deseados (o deseables) e indeseados (indeseables) que es muy difícil de conciliar con el reconocimiento de la igualdad y la solidaridad frente al más débil. Hay que decirlo claramente, una vez establecido el principio que establece el menor valor de la vida «no deseable» (malformaciones, concebida en circunstancias violentas, etc) no hay malabarismo argumentativo que haga posible seguir hablando de una sociedad incluyente en la que todos son iguales.
 
Por otra parte, y como también lo menciona la columnista, la reciente sentencia de la Corte Constitucional ,que prohíbe la objeción de conciencia a los jueces y a los centros de salud y que ordena la enseñanza de del fallo del aborto en los centros educativos, es un ejemplo paradigmático de totalitarismo ideológico por parte del Estado. Con este fallo se desconoce de modo absoluto la libertad de conciencia de los jueces, y se afecta gravemente el núcleo de las libertades ideológicas que son la quintaesencia de la democracia liberal.
 
Camila Herrera Pardo.
CARTA (no publicada) A «EL TIEMPO» (20. oct. 2009)
 

Señor Director:
 
En la edición del martes 20 de septiembre este periódico publicó en primera página la noticia sobre el fallo de la Corte Constitucional que hace obligatoria la enseñanza de la sentencia del aborto en los centros educativos. La relevancia de esta noticia es superlativa y hay justificadas razones para que aparezca en un lugar tan destacado: se trata de la prueba reina de que avanzamos a pasos agigantados hacia un totalitarismo de opinión.
 
Considero que esta sentencia es la muestra paradigmática de la «intolerancia de los tolerantes»: Los mismos que defienden el pluralismo, no tienen ningún problema en imponer sus ideologías, promover el adoctrinamiento, pasar por encima de la libertad de los padres para educar a sus hijos según sus convicciones morales (la elección del centro educativo es una manifestación de este derecho), la libertad de fundar centros educativos inspirado en un ideario, la libertad religiosa, la libertad de conciencia, etc..

¡Cuánta razón tenía Hobbes al afirmar que el Leviatán exigía nuestro cuerpo y nuestra alma!, ¡Qué vanas fueron las revoluciones liberales que pretendieron salvaguardar el derecho inalienable a pensar y a expresar nuestras opiniones!,`¡Los tolerantes reclaman ahora el derecho al adoctrinamiento y la promoción de un Estado en el que se acepten todas las opiniones…siempre y cuando coincidan con el dogma oficial!»
 
Por lo demás, es necesario resaltar que entre la despenalización del aborto en los dos supuestos de la sentencia 355 de 2006 y el reconocimiento de un supuesto «derecho al aborto» hay un abismo jurídico, que ciertos grupos de opinión pretenden minimizar.
 
Por último, quiero llamar la atención sobre el silencio de este periódico frente a las multitudinarias marchas que en este país y en España se han realizado en contra del aborto. En Madrid las manifestaciones contaron con la asistencia de más de 2 millones de personas. En Medellín llegaron a ser 10.000. ¿Acaso la opinión de todos los que nos oponemos al aborto carece de importancia?

INMANENCIA Y TRASCENDENCIA DE LO JURÍDICO (PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA)

julio 20, 2009

Antes de abordar el problema de la inmanencia y trascendencia del Derecho, conviene aclarar que, para efectos de esta discusión, se asumirá como un hecho la posibilidad de encontrar la raíz de la juridicidad en una instancia suprapositiva y que, por lo tanto, el tema a tratar no será prioritariamente el debate entre lo que Massini llama inmanentismo y el iusnaturalismo. Por el contrario, en las líneas que siguen se partirá de la idea de que el derecho tiene una dimensión metacultural y se buscará explorar la naturaleza epistemológica que reviste el estudio de tal dimensión, así como suficiencia o insuficiencia de las explicaciones que apelan a la naturaleza humana como fundamento del Derecho.

Sin embargo, dado que entre los filósofos del Derecho no es infrecuente la identificación del la negación de las realidades jurídicas metapositivas y de correlativas las instancias del conocimiento jurídico con la exaltación del principio de inmanencia, conviene hacer una brevísima mención de las aludidas concepciones “inmanentistas” del Derecho.

Massini habla de un inmanentismo que palabras más, palabras menos, se identifica con la tesis positivista en cualquiera de sus manifestaciones: el derecho es solamente un producto cultural. Nótese el énfasis que pongo en la palabra solamente porque a nadie escapa la realidad evidente de que, en términos generales, la mayor parte del derecho sí es cultural y de que incluso la ley natural requiere de una concreción en el tiempo y en el espacio que necesariamente ha de ser cultural .

Entendido así como culturalismo, sociologismo o simplemente positivismo jurídico, el referido inmanentismo es difícilemente sostenible en tanto comporta la afirmación de que lo cultural es fundamento de sí mismo. Este problema ha sido puesto de manifiesto Hervada , quien ha recordado reiterativamente que todo dato cultural se asienta necesariamente en un sustrato natural y que por lo tanto al afirmar el carácter cultural del derecho positivo se presupone necesariamente la aceptación del núcleo natural del derecho . Por otra parte, en estos movimientos existe una imposibilidad intrínseca de fundamentación y legitimación del derecho. Si el derecho es en sí mismo relativo no existe una razón no relativa de obediencia y todo se acaba reduciendo a la fuerza. Estos argumentos ya han sido suficientemente expuestos y desarrollados por otros autores de la escuela del realismo jurídico clásico y por eso considero inoportuno volver sobre estos puntos.

El inmanentismo que realmente interesa ocupar es otra forma menos radical de encasillamiento antropológico: el afincar al derecho -natural y positivo- en la naturaleza, entendiendo a esta última como algo completo en sí mismo. La naturaleza -o la ley natural- sería entonces la explicación última y definitiva del derecho, así como de la moral y de la política. Como se ve, es una forma de inmanentismo que no niega del todo la trascendencia sino que por el contrario la afirma parcialmente .

El problema, sin embargo, es que ni la naturaleza humana ni ninguna otra naturaleza creada existente puede proporcionar en sí misma el absoluto que fundamente el derecho, ya que la naturaleza humana no es en sí misma absoluta ni es completa en sí misma (el hombre no es plenamente lo que es). De hecho, la explicación definitiva de la naturaleza humana no se encuentra en ella misma sino en algo fuera de ella. La naturaleza humana es analogía de otra naturaleza más perfecta, al hombre no lo conocemos plenamente sino en Dios . Por lo tanto, el estudio profundo del derecho natural debe ir más allá de la mera trascendencia ontológica, del arribo al nivel de reflexión esencial sino que debe ir aún más lejos al nivel supra ontológico del Ser que no es participado.

En el plano de la ley, esto se traduce en que tanto la ley humana como la natural se han de entender como formas de manifestación o concreción de la ley eterna que gobierna el cosmos y por lo tanto la idea de orden humano no está del todo separada de la idea de armonía cósmica (y eso escandaliza a cualquier ilustrado especialmente a Kant empeñados en deslindar por completo el mundo del ser y el del deber ser).

De lo anterior, surgen necesariamente las siguientes preguntas:

1 ¿La explicación última del derecho corresponde a la filosofía del derecho o a la teología del derecho?, ¿El último nivel de la filosofía jurídica es la ontología jurídica o la teología natural del derecho? 2. ¿Esta explicación del derecho desde la participación es meramente relevante para la contemplación teórica del derecho o tiene alguna incidencia práctica? 3. En caso de ser cierto que el derecho no se puede sostener teóricamente con la mera apelación a la naturaleza, ¿es imposible conocer el núcleo de derecho natural y realizar juicios prudenciales sin apelar a esta instancia?

CH

Blogs recomendados

julio 12, 2009

El Alispruz. Autor. Daniel Toro Restrepo. Descripción: En este blog el lector encontrará una mirada crítica de los asuntos sociales más relevantes y profundas reflexiones sobre la naturaleza humana. El blog es rico en sarcasmo y en paradojas.
Vínculo: http://elalispruz.blogspot.com/2009/07/terminos-politicamente-correctos.html

Hammurabi, Kelsen y el fundamento del Derecho.

julio 6, 2009

En el año 1760 a. C (aprox) el Rey Hammurabi ordenó grabar las leyes de Mesopotamia en un bloque de diotrita negra que, posteriormente sería ubicado en el Templo de Shamash en Sippar (moderno Iraq). En la parte superior del monolito que contiene lo que hoy se conoce como Código de Hammurabi, se puede observar una representación de Shamash, dios del Sol y de la justicia, entregando al Rey las 282 leyes recogidas en este antiguo código. El origen divino del código quedaba afirmado, por otra parte, en el prólogo del texto (con frecuencia omitido en las traducciones) en el que se lee siguiente:

«Cuando el sublime Anum, rey de los Anunnaku, y Enlil, señor de los cielos y la tierra, el cual decide los destinos del país, determinaron para Marduk, el primogénito de Enki, la divina soberanía sobre la totalidad del género humano, cuando le hubieron magnificado entre los Igigu, cuando hubieron proclamado el sublime nombre de Babilonia y lo hubieron hecho preponderante en las cuatro regiones del mundo, cuando hubieron establecido para él, para Marduk, en medio de ella, una eterna realeza, cuyos fundamentos están definitivamente asentados como los de los cielos y la tierra, entonces Anum y Enlil me señalaron a mi, Hammurabi, príncipe piadoso, temeroso de mi Dios, para proclamar el derecho en el país, para destruir al malvado y al perverso, para impedir que el fuerte oprimiera al más débil… Cuando Marduk me hubo encargado de administrar justicia a las gentes y de enseñar al país el buen camino, entonces difundí en el lenguaje del país la verdad y la justicia, y fomenté el bienestar de las gentes (…) Por consiguiente he decretado: (…)»

En este antiquísimo fragmento se puede ver un ejemplo paradigmático de la fundamentación del Derecho en un principio trascendente y un acto modélico de «justificación» de los derechos y las obligaciones. Hammurabi, en efecto, no se limita a promulgar unas leyes que espera que se obedezcan sino que va más allá y señala las razones por las cuales sus leyes son obligatorias. Las razones que aporta el rey no pueden ser más contundentes: sus leyes se deben obedecer porque a los dioses (Marduk, Anum y Enil) le han encargado la administración de justicia en la Tierra y porque, como se puede ver en la parte superior del monolito, las leyes mismas han sido dadas por el dios Shamash (tutelar de Sippar, la principal de las ciudades mesopotámicas de la época). Se establece así una conexión clara entre el orden cósmico, la voluntad divina, la autoridad real y el texto de la ley, de modo que no acatar los mandatos contenidos en el código es conspirar contra todo el universo.

 Las razones de obediencia invocadas por  Hammurabi hoy pueden parecer extrañas y tal vez a más de uno le parezcan exageradas y hasta ridículas. La causa de ello estriba básicamente en el hecho de que el culto a Marduk y los demás dioses mesopotámicos ha decaído notablemente en los últimos milenios. Sin embargo, parece innegable que desde la perspectiva de los adoradores de Marduk de la antigua Mesopotamia el argumento parece inmejorable. Por otra parte, por arcaica que parezca, la fundamentación ofrecida por los mesopotámicos, supera, en muchos aspectos a los intentos de justificación y/o fundamentación de la teoría jurídica moderna, con todas sus pretensiones cientificistas.

La explicación que da Kelsen sobre la razón de validez de la norma jerárquicamente superior del sistema jurídico positivo es bastante ilustrativa de las insuficiencias fundamentadoras de su teoría del Derecho (que es la más sólida de las construcciones del positivismo del siglo pasado). Dice el jurista austriaco:

 «Pero ahora cabría preguntarse: ¿por qué es preciso observar las reglas contenidas en esta primera Constitución?, ¿Por qué tienen la significación objetiva de normas jurídicas? El acto por el cual la primera Constitución ha sido creada no puede ser interpretado como una norma jurídica anterior. Dicho acto es, pues, el hecho fundamental del orden jurídico derivado de esta Constitución. Su carácter jurídico solamente puede ser supuesto y el orden jurídico entero se funda sobre la suposición de que la primera Constitución era un agrupamiento de normas jurídicas válidas. (…..) En otros términos, la validez de toda norma positiva, ya sea moral o jurídica, depende de la hipótesis de una norma no positiva que se encuentra en la base del orden normativo al cual la norma jurídica pertenece» (Teoría Pura del Derecho.Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1977, págs40-41).

El contraste entre las dos fundamentaciones es abismal y no parece muy claro que la última de ellas sea superior ni más racional. En efecto, decir que hay que la fuente de la validez del sistema jurídico se halla en una norma «supuesta» o en una «hipótesis» equivale a decir que no se puede indagar sobre el asunto, que no hay razones y que en últimas podemos vivir en el mundo de lo jurídico siempre y cuando renunciemos a la pretensión de preguntar por qué estamos sometidos al mismo y cuáles son las causas de su existencia. Una argumentación muy poco científica en la pluma de quien se ha considerado el máximo estandarte de la «ciencia» del derecho en el siglo XX.

La respuesta milenaria inscrita en el Código de Hammurabi parece mucho más racional, incluso  en un mundo en el que el culto a Marduk ha pasado a la historia. En el viejo texto legal hay un reconocimiento expreso de ninguna ley positiva obliga si no proviene de una autoridad legitima, de ahí la preocupación de Hammurabi por dejar claro que los dioses le han conferido el encargo de promulgar las leyes. Las leyes de Hammurabi no rigen en Mesopotamia porque él domine al ejército más poderoso o porque él sea quien más miedo infunda en la región. Hammurabi es titular de una autoridad que le han conferido los dioses y por eso manda. He aquí una primitiva distinción entre autoridad y poder que luego sería desarrollada por los romanos.

Pero hay más: las leyes de Hammurabi tienen relación directa con el orden del cosmos. No parece razonable que la Antigua Mesopotamia se sustraiga de la voluntad que rige a todo el universo. Se está obligado a obedecer porque el mundo, las cosas, y el hombre son de una manera. Los dioses lo han dotado de una constitución primigenia. Las razones inscritas en la vieja piedra son pueden ser buenas o malas, pero al menos son razones y al menos son discutibles, cosa que no sucede con la negación «científica» de las teorías jurídicas modernas de la posibilidad de pronunciarse sobre el asunto.

C.H

Apuntes críticos sobre el juicio y su racionalidad. (Prolegómenos para una investigación)

May 10, 2009

domingo 10 de mayo de 2009

Una de las características más prominentes de la reflexión iusfilosófica contemporánea es el retorno a lo que podría considerarse la instancia jurídica por antonomasia: la actividad judicial. La atención especialísima que a este tema dedica la filosofía jurídica contemporánea por un lado pone fin a una fuerte tendencia hacia la degeneración de ésta disciplina en filosofía de la ley y, por otro lado, vuelve a plantear la posibilidad de abordar el fenómeno jurídico desde la perspectiva formal que le es propia, es decir, desde la perspectiva de la justicia. En efecto, si la misión del juez consiste primordialmente en dar a cada uno lo suyo, la valoración de su actividad tendrá como criterio fundamental la correspondencia del fallo y de la argumentación judicial con el fin otorgar y prescribir lo justo. Lo anterior no quiere decir que la cuestión de la justicia agote totalidad de los aspectos que de un modo u otro están involucrados en la decisión judicial (cuestiones lógicas, técnicas, políticas…) sino simplemente que ésta perspectiva actúa como directriz desde la cual se han de abordar los otros factores mencionados.

Ciertamente, no toda la filosofía jurídica coincide en la apreciación de la decisión judicial como el escenario propio de una labor prudencial encaminada a dar a cada uno lo suyo en los casos concretos. De hecho, el reconocimiento casi unánime del rol protagónico del juez en la creación y aplicación del derecho contrasta con la falta de acuerdo teórico sobre la naturaleza de ésta actividad y las reglas a las cuales se somete. De modo muy general, y aceptando el riesgo de caer en simplificaciones excesivas, las múltiples visiones sobre oficio del juez pueden clasificar en dos grandes grupos: por un lado, es posible encontrar teorías que, partiendo de una constatación empírica del modo en que efectivamente fallan los jueces y haciendo énfasis en la existencia de factores de índole afectiva, cultural, social o política que de hecho suelen ser causa de las decisiones judiciales concretas, impugnan el dogma racionalista según el cual el juez es un ser neutral que procede en virtud de motivaciones asépticas y racionales. Al lado de éstas posturas, está la de un buen sector de la doctrina que reconoce la racionalidad del derecho, bien sea mediante la afirmación simple de que el juez falla ateniéndose exclusivamente a la ley, mediante la formulación exigencias formales de racionalidad y el establecimiento procedimiento dialógicos o reglas de justificación sin un sustrato de juridicidad material que cualifique al razonamiento, o mediante la afirmación más compleja de que el juicio es un acto de la razón práctica que ha de regirse por la prudencia jurídica.

 Ahora bien, por insólito que parezca, las perspectivas que se han bosquejado hasta el momento, como visiones dominantes sobre el oficio del juez, si bien no pueden aceptarse simultáneamente en su integridad, resultan complementarias entre sí. En efecto, parece ser que el único modo de comprender adecuadamente actividad racional y sus exigencias, es reconocer que ésta inexorablemente ha de ser realizada por un sujeto con historia, afectos y circunstancias propias, es decir, que dada la imposibilidad de separar en la realidad al proceso cognoscitivo del sujeto cognoscente, es imperiosa la consideración de la racionalidad como una “racionalidad encarnada” y no como una entidad etérea, atemporal e inalterable. En este sentido, la idea del juez aséptico e impasible, que muchos han planteado como ideal a alcanzar, y la concepción del razonamiento judicial como una fría y mecánica operación, sometida únicamente a reglas de corrección formal, no pueden considerarse más que ficciones:  vanas utopías que no pueden explicar su objeto ni aportar soluciones al mundo real. Por lo tanto, una consideración de la actividad judicial que prescinda de los elementos irracionales que de hecho se dan en el juicio, conduce únicamente a una injustificada escisión entre la teoría y la realidad, y consecuentemente, a la perversión misma de la reflexión teórica, que no tiene como fin la construcción de sólidos pero ficticios edificios intelectuales, sino captar la realidad como ésta es.

 Por otra parte, el mero reconocimiento del hecho de que en el juicio pueden llegar a intervenir – como efectivamente intervienen- elementos de índole afectiva, volitiva, circunstancial, o más genéricamente, “irracionales”, no es, de suyo, suficiente para la comprensión adecuada de la naturaleza del acto judicial ni de las exigencias que de ella se derivan. Aparte de su ineptitud para esclarecer los aspectos fundamentales de la decisión judicial, la constatación acrítica de la existencia de instancias de irracionalidad en el juicio puede degenerar en la elevación de tales elementos a la categoría de máximos rectores de la actividad judicial y a la consecuente legitimación de la arbitrariedad judicial (mediante vías argumentativas claramente identificables como expresiones de la falacia naturalista) o, al menos, a una actitud fatalista e indiferente ante la injusticia producida desde los estrados. Dicho sea de paso que los extremos antes referidos suponen la adopción de una concepción antropológica que niega la libertad, o al menos la capacidad de la razón para dirigir los afectos y la voluntad hacia fines objetivos.

 Frente a estos planteamientos de la actividad judicial como algo más propio de ángeles o de bestias que de seres humanos, la visión del juicio como acto prudencial parece ofrecer una explicación antropológicamente más plausible, por cuanto reconoce la presencia de instancias no racionales en la actividad del juez, que empero, están subordinadas al imperio de la razón y encausadas por ésta hacia la consecución de un fin exigido por la naturaleza de la persona y de las relaciones sociales. Desde esta perspectiva, la figura del juez justo deja de entenderse como una razón que juzga a pesar de los afectos y de la voluntad, para entenderse como un hombre bueno que tiende hacia el un fin justo con todo su ser. Se trata por lo tanto de una visión del juicio como actividad racional pero no exclusivamente racional, que por lo tanto, requiere no sólo la rectitud de la potencia intelectual sino también la recta disposición de la voluntad y de los afectos del agente del juicio.

 Y es que, en efecto, según el planteamiento prudencial, el juicio aparece como un acto de la razón práctica rectificada por una virtud, “formalmente intelectual, pero materialmente moral. Es decir, que si bien radica en la inteligencia, su objeto de conocimiento son los actos de la sensibilidad, y en el caso de la justicia, de la voluntad”[2]. La antedicha relación necesaria entre la prudencia y demás virtudes morales como la fortaleza, la justicia o la templanza, ha sido bellamente señalada por Santo Tomás de Aquino cuando advierte que “para que haya un juicio recto se requieren dos condiciones, de las cuales una es la virtud misma que profiere el juicio y en este sentido el juicio es acto de razón. La otra es la disposición del que juzga y que le hace idóneo para juzgar rectamente; y así, en lo que pertenece a la justicia, el juicio procede de la justicia, como en lo concerniente a la fortaleza procede de ésta. Así pues, el juicio es acto de justicia, en tanto que ésta inclina a juzgar rectamente, y de prudencia, en cuanto esta virtud pronuncia el juicio».[3]

 Como se puede ver, la referida visión del juicio como acto prudencial es la más exigente y a la vez la más compleja de todas y, tal vez, por esta razón pueda generar resistencias entre quienes han adoptado como dogma la afirmación de que todos los aspectos morales son esencialmente irracionales y, por lo tanto, deben estar excluidos del ámbito de lo jurídico. Aparte de lo anterior, al hacer de una virtud –intelectual y moral al mismo tiempo- la categoría determinante del conocimiento jurídico, el planteamiento prudencial del oficio del jurista obliga a volver la vista sobre los estrechos vínculos que existen entre la ética y la gnoseología jurídica, a veces tan olvidados por las modernas teorías sobre el razonamiento propio del derecho.

 Además de lo anteriormente dicho sobre la necesidad de acompañar la prudencia jurídica de otras virtudes morales que hagan posible el juicio, de la concepción del juicio como acto prudencial se desprende la necesidad de poner un especial acento en el caso concreto y en el modo mediante el cual, de un precepto general –la ley- en el cual el derecho aparece escasamente como proyecto, se llega a un precepto particular que señala – sin serlo- lo suyo de cada cual en las circunstancias particulares. Este “paso” del proyecto general de derecho, contenido en un precepto general, al caso particular no puede ser darse de cualquier manera, ni puede entenderse sometido únicamente a reglas formales de argumentación que garantizan la “coherencia del pensamiento consigo mismo” ya que de la misma definición del juicio como el acto más propio de la prudencia jurídica se deduce que el su fin ha de estar radicado en la verdad práctica, es decir, el bien de la acción.El juicio por lo tanto debe estar sometido a criterios objetivos, que permitan establecer auténticos juicios de veracidad o falsedad y no sólo de coherencia lógica entre las premisas.

 Pero, ¿cuáles son dichos criterios?. Un sector del iusnaturalismo, en este caso, anglosajón. sostiene que el razonamiento jurídico puede hallar parámetros objetivos de veracidad en los primeros principios de la razón práctica. Estos principios evidentes –per se nota- y per se normativos, que en términos clásicos vendrían a equivaler a la ley natural, señalan de modo muy genérico los bienes humanos básicos que, mediante un proceso de concreción, constituirán la deuda específica en cada caso particular.A pesar de que esta respuesta es suficiente para dar cuenta de algunos problemas jurídicos, parece ser que el recurso a tales principios por sí mismo es insuficiente puesto que, como bien lo advierten los mismos autores que sostienen esta postura, los primeros principios del razonamiento jurídico son generalísimos y requieren de concreción. El paso de la prescripción normativa general al precepto particular que señala el derecho en el caso concreto es siempre problemático puesto que en el fondo supone un paso del orden de lo normativo al orden de lo real. Sin desestimar los demás criterios de concreción como la apelación al parecer del phrónimos, parece ser que la solución más radical y fundamental para dar este “salto” es acudir al sustrato de realidad al que hacen referencia tales primeros principios, es decir, volver a la ontología[4] . No hay que olvidar que los preceptos de la ley natural, no son ideas a priori misteriosamente insertas en el entendimiento humano y carentes de sustento alguno en la realidad, sino que, muy por el contrario, son participación de la ley eterna, es decir, de un orden que rige todo cuanto existe, en su estructura y movimiento.

 De lo dicho hasta el momento se puede concluir que el planteamiento prudencial del oficio del juez, que es el jurista por antonomasia, es el que ofrece un panorama más rico y complejo por cuanto en él se puede apreciar la íntima conexión que hay entre el ser, la verdad y el bien, en la vida social.[1]

 Cfr: OLLERO, Andrés. Interpretación del derecho y Positivismo Legalista. Editorial Revista de derecho Privado, Editoriales de derecho reunidas (EDERSA). Madrid 1983. en el capítulo ““hermenéutica jurídica y ontología en Santo Tomás de Aquino”.[2] MASSINI, Carlos Ignacio. “La Prudencia Jurídica: introducción a una gnoseología del derecho. Abeledo –Perrot. Buenos Aires. 1983.[3]Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. II-II q 60 art 1 ad 1.[4] Aunque no lo afirma explícitamente, John Finnis reconoce esta necesidad cuando plantea que al personal flourishment –que no es otra cosa que la adecuación a los fines de la naturaleza humana- como criterio de concreción de los bienes humanos básicos).

 

 

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May 10, 2009

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